27.9.09

Los destierrados (Capítulo 1)



Ahora escúchenme a mí, que también me sacaron de casa con las topadoras. Toda una vida en esa casa. Y mis padres también. La construyó mi abuelo, que vino de España porque su abuelo había construido una casa en un pueblo muerto. Ahora mi casa está en una manzana muerta. Ahora mi casa está muerta, como la del abuelo de mi abuelo en España. Ahora yo estoy muerta, como la casa. Por eso necesito que escuchen la historia de cómo mataron a mi casa y a mi cuadra, de cómo me mataron a mí.
Necesito hablar, contar los días de espera, la ansiedad de saber el tiempo contado pero no saber hasta cuándo, los sobresaltos con cada pisada en los escalones del edificio, las veces en que me detuvo la policía, todo lo que en tres semanas me convirtió en lo que, luego de tres semanas, terminé por convertirme. Las topadoras, las grúas, el polvillo de las demoliciones que se cuela por las hendijas, una capa blanca que cubre los muebles y los pisos y los portarretratos, que se acumula en los marcos y se mete en los cajones e impregna la ropa y mancha cubiertos y bandejas y platos, el polvillo que me agruma el pelo, que asfixia las plantas, que se hace barro alrededor de las rejillas del desagüe. El polvillo de lo que alguna vez fue la casa de alguien, y que dentro de poco será mi propia casa, mi casa expropiada, fragmentos de paredes hechos escombro sobre los que construirán las autopistas, el terreno en el que vivo convertido en un parque, o en el sostén de alguna columna de hormigón, o en un simple terreno baldío. El temblor como un golpe en todo el cuerpo cada vez que las grúas golpeaban alguna casa vecina. Los golpes en la puerta cada vez que entregaban los telegramas con la noticia de que los plazos para abandonar la casa estaban a punto de vencer, que ya habían vencido, que se acercaba la fecha del desalojo. Las cortinas metálicas de los negocios arrugadas como pañuelos sobre los restos de la demolición. Las persianas de madera hechas astillas. Los camiones que salían cargados de escombros hacia la Costanera Sur. Los carros de los cirujas repletos con lo poco que había sobrevivido a las mudanzas, y lo aún menos que había escapado al ojo codicioso de la cuadrilla municipal. El silencio por la noche.

Del Capítulo 1 de Los destierrados (El fin de la noche, 2009). Podés seguir leyendo acá.