Era un sábado a la tarde, no teníamos demasiada plata ni hacía calor (eso después iba a cambiar) pero sí una abuela dispuesta a llevar a su nieta al pelotero, y entonces los padres nos lanzamos al cine, lugar que en los cuatro años que pasaron del nacimiento de Maite visitamos unas 10 veces con toda la furia. ¿A ver qué? Lo que sea con tal de que no tenga princesas ni haya que parar cinco veces en el medio para poner pijamas, llevar nena al baño, repetir por décimonovena vez que llegó la hora de dormir, etc.
Tocó Bellamy, la nueva de Chabrol, con un Gerard Depardieu gorrrrdo, viejo, pedorro que se hace el superado. Lenta como carro con ruedas triangulares cargado de melones por calle de adoquines. Lo vendían como policial negro: más negro es Kenny G tocando What a Wonderful World. Sábado a la tarde = cine repleto de viejos en todas sus variantes: parejas viejas, viejas con amigas, viejas solas, viejos solos, grupos de viejos, viejos con bastón, viejos atléticos, viejos conchetos, viejos semiconchetos, viejos ruidosos, veijos que te miran con cara de culo porque tenés 40 años menos que ellos y entrás con una microscópica bolsita de pochoclo (cortesía de Edesur) a ver una sacrosanta película de cine francés, que es como el inglés o el checo o el noruego pero hablado en francés, y más cuando es de Chabrol, que es un director de mucho renombre viste, y Depardieu, que cuando no está borracho actúa de lo más monono (y cuando está borracho actúa como un verdadero sátrapa, como bien sabe Dolores Barreiro). Es como el cine italiano y la reputación de Mastroianni: todo bien, Marcelo, algunas obras maestras te echaste al hombro, pero en tu currículum hay cada comedia pedorra que en Argentina hubiera protagonizado Palito Ortega...
Chabrol sabra hacer muchas cosas pero construir historias de policial, aparentemente, no demasiado: entra detective a salón pedicura, pedicura le lima los callos, detective le dice "estabas en la lista de la morgue de los que fueron a ver el cadáver" (la escena del detective en la morgue Chabrol se olvidó de filmarla), la pedicura se pone a vomitar los secretos de su vida sin demasiada motivación y sin que se le mueva un pelo. Escenas mejores y más justificadas hay... bueno, digamos que menos en las comedias de Enrique Carreras escenas mejor armadas y justificadas que esa hay en cualquier lado. Pero Depardieu persiste, la actriz que hace de su mujer le pone onda, el hermano borrachín es inconsistente pero da color, y la historia no reviste demasiado interés pero se va llevando hasta que, no digo apasionante, no digo que masticando nudillos en el borde del asiento, pero una intriga por cómo diablos termina el asunto hay (o en realidad por cómo diablos empezó: lo primero que sale a la luz es la mecánica del crimen y las personas involucradas, y de ahí atan cabos sueltos hacia atrás).
Cuestión que, cuando la salsa empieza a ligar, la proyección se corta y se prenden las luces de la sala. "Chabrol ladrón devolveme la plata," pienso, seguro de estar ante un momento vanguardista. Pero me acuerdo que el BAFICI terminó hace rato y que estoy en el Cinemark de Palermo y no el MALBA, así que vanguardia cero. "Cinemark pedorro sin proyectoristas ni nada, devolveme la plata," pienso. Una pareja de viejos una fila atrás comenta que la película es "muy francesa": sí, hablan en francés y pasa todo en Nimes y chupan vino como esponjas y fuman después de las comidas, pero más allá de eso cuál es la clave de la francesidad para esta gente me elude. Casi tanto como por qué cuernos no apagan la luz y vuelven a dar la maldita película así me entero de una vez por qué rediablos el falso Leullet se incineró en su auto en el acantilado de atrás del cementerio de Sete y me puedo ir a tomar un café hípercaro con nombre en búlgaro en algún bar de la zona.
Entran dos muchachetes empleados del cine, que entre los dos no sumaban 30 años, con sus remeras de promoción de Up (la película pinta bien, las remeras una chotada). "Hubo un incidente en el entrepiso del cine, por precaución les pedimos que evacúen la sala". Abren la puerta de emergencia, preguntan si alguien necesita ayuda para bajar las escaleras. Pienso que o son más nabos delo que parecen o necesitan anteojos: obviamente, el 98% de esta gente no puede bajar las escaleras con prisa sin que les revienten las coronarias o se descalabren en el camino. Pero lo imponente del caso es que tampoco pueden doblegar sus voluntades de viejo encallecido: "No podemos irnos sin saber qué está pasando". Hagamos cuentas: entran dos empleados del cine a decir que rajemos todos - o estamos en una novela de César Aira y entran los ninjas a cagarnos a palos a través de la pantalla, o estamos en una de John Grisham y Al Qaeda tomó el boliche y estos pendex arriesgan sus vidas para salvarnos, o hay algo que se incendia. Yo optaría por la última, sobre todo porque no te digo que olor a humo pero sí una reminiscencia a tostado entra como quien no quiere la cosa desde la puerta de la sala (demasiado pedir al olfato de los viejos).
Pero los pibes ceden, más cagados en las patas que otra cosa. Hay que entenderlos: primer trabajo, pagan dos mangos pero podés ver pelis gratis y comés pochoclo a reventar cuando no te ve el supervisor, y un día te toca, mala leche la puta madre y te toca, que hay un cortocircuito en la pochoclera o que un boludo tira un faso en un tacho de basura o andá a saber pero salta la alarma, hay que llamar a los bomberos y rajar de las salas a cuatrocientos pendejos cebados mirando Terminator, a doscientos nabos con la comedia romántica de viejos chotos de Dustin Hoffman y Emma Thompson, a 500 pendejas enardecidas con los Jonas Brothers en 3D, y estos viejos boludos de la francesa. Más el tarado de bigotes con la embarazada de 8 meses al lado. Y entonces los pibes dicen que sí, que hay un pequeño incendio en el entrepiso, nada grave pero van a tener que evacuar, y señalan por enésima vez la puerta de emergencia.
A estas alturas, yo ya tenía la campera puesta y esperaba que las viejas de nuestra fila terminaran de hacerle afinación y puesta a punto a cartera, saco de piel, bastón y gastados huesos, pero el burro de arranque estaba medio muerto o el chiclé de baja les empastaba porque seguían con que esto era un escándalo y que cuando íbamos al Gran Rex para el estreno de La guerra gaucha los cines no se incendiaban. Yo ya pensaba en los cuentos de Samanta Schweblin, en que por mucho menos que esto en un cuento de Samanta terminan todos haciendo masacres colectivas o sobre el asador de la parrillada más grande del mundo o tocando la vihuela en pelotas.
La existencia de los pequeños milagros queda comprobada cuando las viejas llegan a la escalera, y nosotros ponemos segunda hacia la salida de emergencia, que es menos bonita que la escalera principal pero más elegante que lo que uno podría imaginarse. Y que da a la parte trasera del hall de entrada de Cinemark, o sea que si el incendio empieza en el medio de ese hall prendéle una vela a San Homero patrono del asado con cuero. Mucha gente en el hall, todos con cara de no entender demasiado, sobre todo los empleados del cine que no deben haber dado demasiada pelota en el cursito de 15 segundos de seguridad y emergencias. Aprovecho para mirar los carteles de promo de las películas que se vienen, y recuerdo las colas de dos bostas argentinas que se vienen en los próximos meses y que van a ver cuatro millones y medio de personas - una tarupidez inenarrable de Nicolás "hago mierdas pero como pongo cara de culo y soy amigo de Alcón soy un actor de verdad" Cabré u Luisana "gripe porcina" Lopilato, y una gansada histórica de Teresa "paga papá" Constantini que desentierra la felizmente olvidada tradición de las películas argentinas ambientadas en la época de Rosas, aunque con mucha más plata y con Alejandro Awada en un bis de su desquiciado en Mujeres de nadie ("aunque sin comicidad," apuntan Pedro y Pablo desde el fondo, y sin María Leal para apuntalarle las líneas).
Y entonces recuerdo que esto era una emergencia, y enfilamos hacia la puerta. Parecía una escena de Godzilla: autobomba con bomberos no demasiado activos en busca de una toma de incendios para la manguera, tres patrulleros apelotonados, 500 personas que sacaban videos con el celular, 5.000 boludos parados en las esquinas a punto de hacerse pisar por un colectivo. Humo no se veía por ninguna parte, fuego menos. Algún chico asustado lloraba, pero la mayoría de la gente ponía cara de "ufa, y al final voy a tener que bajarla de Internet para ver cómo termina". Unos cuantos baldes de pochoclo en mano: eso de que en caso de incendio largá todo y rajá nunca les caló demasiado hondo. Sin interrumpir el ciclo mano a balde-mano a boca-masticación, esperaban su cine catástrofe del día. Al pedo, muertos de frío, pero esperaban: si el cine no se incendia, seguro que nos dejan entrar a ver el final de la peli, le decía un Beavis a algún Butthead perdido en la masa. Butthead no respondía, ocupado en terminar su video para TNylagente (feliz día del periodista, gil a cuadros).
Salimos, cruzamos la calle, atravesamos las hordas, atravesamos una segunda tanda de hordas y nos fuimos a tomar el famoso café hípercaro, que estaba rico pero costaba como una cena de siete platos. Con dos preguntas: a) ¿el hermano borracho que recién entraba a la cena cuando se cortó la peli le clavará el cuchillo entre las bolas al gordo pedorro de Depardieu por lastrarle las ostras que habían preparado el dentista y su pareja, un cirujano plástico que casi seguro fue el que operó a Leullet?, b) ¿Devolverán la plata de la entrada? La hora y media que ya vi de la peli no la veo de vuelta, pero al menos que me cuenten el final. Y la plata me la guardo para hacer lo que debería haber hecho hace rato: comprar un proyector, conectarlo al DVD (o la computadora, o las dos cosas) y dejarme de joder con el masoquismo de ir a ver cine a salas cada vez más pedorras con viejos insufribles y sin poder meter pausa para mear.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)