12.6.06

Lado B II

En 1985, Diego Maradona viaja a la Argentina para jugar un partido de las eliminatorias del mundial de México: en pleno auge de su carrera napolitana, jugador estrella de una selección nacional con fuertes chances de redimirse tras un deslucido mundial en España, cerca del casamiento con su novia de siempre, pero ante todo líder de una corte de lacayos y bufones dedicada a satisfacer cada una de sus necesidades, deseos y caprichos, decide, dos días antes del partido, escapar de la concentración para ir a comer un asado.

Como esta historia trata de Diego Maradona, y la corte no tiene límites cuando se trata de ejecutar sus órdenes, el asado se improvisa en un campo a ciento cincuenta kilómetros del campo de entrenamiento de la selección. No hacen falta más de cinco minutos para que una caravana de autos importados juegue carreras por la ruta mientras uno de ellos hace escalas para comprar o encargar todo lo que satisfará los múltiples apetitos que se despierten durante una fiesta capaz de continuar, con o sin Maradona, varios días.

En el campo los reciben el fuego ya encendido y las primeras copas de vino. “El campo” es en realidad lo que quedó de una estancia luego de que se vendieran casi todas sus tierras: un pequeño casco, algún rancho para los peones, el galpón de herramientas, corrales, algunas aves, vacas y terneros. Aun no se ha puesto de moda el turismo de estancias, pero el dueño del campo maneja algunos clubes nocturnos y tiene conexiones con personas dispuestas a pagar bastante dinero por un lugar en el que divertirse lejos de miradas indiscretas y sin tener que limpiar o recoger los platos rotos del final de la fiesta. En los cuentos de las Mil y una noches, estos lugares eran atendidos por eunucos a quienes se les había cortado la lengua; en la versión pampeana del mito, los peones nacen y viven a pocos kilómetros del campo, el mismo que han debido trabajar sus padres y sus abuelos, y son leales a la única fuente de trabajo accesible para ellos.

Mientras aguardan al auto que trae las provisiones, Maradona y su corte visitan los corrales. Detrás de uno de los galpones se encuentran con un grupo de peones concentrados en un chico que no llega a los dieciocho años y que hace destrezas con una pelota. Ya perdieron la cuenta de las veces que la hizo rebotar en alguna parte de su cuerpo o las formas en las que guió su vuelo, y se limitan a marcar los minutos en los que no la dejó caer. Nadie se da cuenta de la presencia del ídolo hasta que aplaude la misma habilidad que ellos admiran. Creen al principio que es una broma o una condescendencia, pero Maradona está en verdad impresionado. Tras el forzoso ritual de vivas y devociones, alguien sugiere que armen un picado para matar el tiempo. Desde la corte recuerdan que están ahí para escapar de los entrenamientos, pero el mismo Maradona insiste en que queda tiempo antes de que esté lista la comida.

Desde el principio queda claro que en la cancha hay sólo dos jugadores: Maradona y el chico se enfrentan, se miden, se adivinan, se disputan, se corren y gambetean y eluden entre sí en una danza que no necesita siquiera de cómplices, sólo de testigos. Con idénticas sonrisas en el rostro, el héroe de la liga italiana y el chico que no llegó siquiera a participar en campeonatos regionales saben por primera vez lo que es enfrentarse a un igual. Pero esa situación dura apenas unos minutos. Maradona ve con sorpresa y luego con desesperación cómo, una y otra vez, la pelota se aleja de su pie izquierdo sin que él pueda hacer nada por recuperarla. Cada uno de sus intentos se choca con una respuesta insuperable y una resolución elegante que lo hace patear el aire, girar en el vacío, correr en la dirección equivocada, mirar con la boca abierta el gol de su adversario. El partido, que comenzó entre bromas, ahora se juega en silencio, y cuando la frustración termina por superarlo Maradona intenta derribar al chico con una de las barridas que siempre le dedican a él, pero hasta en eso falla. La campana del asador anuncia que la comida está lista. En silencio, Maradona se retira de la cancha y tras él los demás jugadores. El chico, con la pelota firme bajo el pie derecho, los mira desde el área vencedora.

Nadie se atreve a quebrar el silencio en la mesa, y menos a contradecir a Maradona cuando ordena el regreso antes de que termine el desfile de bandejas con carne. Con un pie en el auto, le dice al dueño de la estancia “felicitalo de mi parte al pibe”, y a los cortesanos “vamos, acá no pasó nada”. Llegan a la concentración de la selección nacional a tiempo para la conferencia de prensa de las seis de la tarde.

No hay comentarios.: