El engranaje principal de la narración es la huida y, a su alrededor, la descomposición social y la máquina paranoica desatada por el terrorismo de Estado. Los que huyen son, en paralelo, dos grupos de vecinos, unos desplazados de sus hogares en Barracas por la construcción de la autopista, y otros de la vieja Federación por la inundación calculada como fruto de la represa.
Haciendo foco en los efectos territoriales y urbanísticos de la dictadura, la novela se plantea la restitución de historias muchas veces silenciadas u olvidadas, y no es un dato menor que haya sido presentada en una asociación vecinal de Barracas y en la misma Federación, generando efectos locales y tangibles.
Toledo es un orfebre de las palabras, y su prosa muchas veces poética le suma buen ritmo. Con ecos de Juan José Saer, genera una novela coral donde las grietas del texto terminan fortaleciendo un efecto de totalidad y haciendo que la superposición de voces y de historias queden subsumidas en la gran voz del estilo.
Como en una road movie del desasosiego, la soledad y la “errancia” que se relatan hacen pensar, hoy, en la continuación de esa saga por parte de los refugiados y migrantes clandestinos, dos nuevas identidades alternas que cada vez toman más fuerza en el relato de las ciencias sociales.
Dentro del género novelas sobre el Proceso, es innovador el planteo sobre las relaciones entre progreso y dictadura: Los destierrados muestra una serie de contradicciones y disyunciones que se refractan en los itinerarios de los dos grupos de desplazados. Sin embargo, esto se debilita porque el recurso coral termina construyendo como sujeto de las desgracias al “vecino común”, al que “no tenía nada que ver”, haciendo uso de un concepto de ciudadanía bastardeado por los medios progres, que fue impugnado por los relatos literarios sobre la dictadura propios de la década del noventa.
(Hernán Vanoli, publicado en Crítica de la Argentina el 31/10/09)
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