30.5.06

Quejarse de lleno

En Argentina, a nadie parece importarle demasiado, la plata no está y el 0.001% de las personas que caminan por la calle Florida pueden nombrar escritores argentinos más allá de Borges el novelista, Coelho, Benedetti y el nono Sábato (o la nueva escritora de cuentos para chicos Araceli González). Eso sí, a la Feria del Libro vamos todos y hacemos cola en el stand de Fernet.

En Inglaterra la plata está (la plata sobra), hay festivales por todas partes, los escritores salen en las tapas de los diarios (los escritores escriben para los diarios) pero el "estado actual" de la novela parece que deja mucho que desear. Eso les pasa por creer que la salvación la traía García Márquez (y eso que Rushdie, cuando no se la cree demasiado, no está nada mal).

Dato interesante del artículo: a una primer novela decente de una autora joven le pagaron un adelanto de 300 mil libras (¡chan!) y después la mataron con un mal marketing por querer venderla como el nuevo Quijote; los libros los están reciclando para hacer papel higiénico. Acá, esa piba estaría penando para juntar la guita de las fotocopias para algún concurso literario. O pondría un blog. Qué sé yo, hablemos de decadencia y rasguémonos las vestiduras, pero la piba debe estar cinco minutos por día lamentando su mala suerte y las otras veintitres horas con cincuentaicinco minutos gritando "Show me the money!"... ¿usted, hypocrite lecteur, de qué lado preferiría estar?

Por fin alguien lo dijo

Si David Lodge se deprime por estas cosas, que nos queda a los simples mortales...

29.5.06

Lado B

Cuando Mirtha Legrand viaja a París, nadie sabe quién es. Rosa María Martínez compra un pasaje, reserva habitación en algún hotel de cinco estrellas, hace sellar su pasaporte, presenta tarjetas de crédito a su nombre. Quizás en la tarjeta de identificación del hotel escriba que su ocupación es actriz, para recibir del conserje alguna pregunta amable sobre tablas, bambalinas y luces de escena. Quizás, con su francés de academia, ella explique a los botones del hotel que sus amigos la llaman Mirtha, y les ofrezca la facilidad de utilizar su apellido de casada para que sus lenguas francesas no tropiecen con la pronunciación.

Pero hasta Mirtha Tinayre pasa inadvertida en sólo una de las cientos de habitaciones ocupadas por personas unidas en sus intenciones de desprenderse de unos cientos de euros a cambio del privilegio de dormir entre lujos y comodidades. Aguardará que en el foyer algún turista argentino la salude por su nombre artístico, o se recree a su alrededor la nube de miradas y comentarios que suelen rodear cada uno de sus movimientos en Buenos Aires. En esas ocasiones piensa mostrarse amable, dispuesta, pero a la vez contrariada por la interrupción de estas vacaciones de sí misma.

En las tiendas en las que pasa gran parte de sus días de descanso, mientras estudia en persona las últimas colecciones que ya habrá visto en fotos antes de salir de Buenos Aires, no teme a las lentes indiscretas, y tampoco a las infidencias de las vendedoras sobre cómo se ven en el probador los pliegues y blanduras del cuerpo que lucha por disciplinar ante las cámaras. Tampoco teme sorprenderse, horrorizarse incluso, ante el precio de un tailleur, y hasta se permite comprar, en las tiendas que los ofrecen, saldos de las colecciones anteriores. Antes de regresar al hotel, mientras toma el té en alguna confitería de Champs Elysées rodeada de sus bolsas de compras, mira a su alrededor a la espera de algún cazador de autógrafos, alguna mirada de tímido reconocimiento desde la otra punta del salón, quizás una pareja de jóvenes mochileros que se sorprendan desde la vereda e intenten un saludo. Pero ninguno de los transeúntes que tienen la oportunidad de apreciar las vidas de los ociosos bebedores de té posa la mirada en su mesa, lo que la llena de satisfacción.

Se permite, entonces, en un tercer o cuarto día, caminar por la Rive gauche, viajar en Metro, comer baguettes y marrons en un puesto callejero, comprar remeras con el rostro de la Gioconda para sus nietos y llaveros con la imagen de la Tour Eiffel para regalar a su personal doméstico, visitar las tiendas del barrio de Les Marais donde venden géneros de imitación que llevará a sus diseñadores en Buenos Aires, buscar en un supermercado bolsas y más bolsas de los caramelos bon marché que ofrecerá con el café a los invitados en su mansión porteña. El almuerzo la sorprende en medio de sus paseos, y come sola en algún restaurante pequeño y económico donde pide el plat du jour: quizás diga al garçon que le molesta comer con la televisión encendida, y que si no piensa apagarla al menos tenga la amabilidad de bajar el volumen.

Cumplida la semana, ya ha visitado a sus amigos, ha hecho todas las compras que pretendía hacer y ha visitado museos, teatros, cines. Los empleados del hotel, ya acostumbrados a su presencia, la reciben todas las tardes (Bonne soir, Madame Tinayre) pero se niegan a recordar que por las mañanas ella prefiere té, dos croissants y ensalada de frutas. Pasan días enteros en los que sólo habla con los empleados de las tiendas, con los taxistas argelinos que le preguntan hacia dónde se dirige, y con las abuelas de los niños que juegan en las plazas, a quienes muestra fotos de su bisnieto con la mentira blanca de que es, de sus nietos, el más joven.

Y al doceavo día, en la habitación del hotel, con los pies cansados, Rosa María Martínez al fin lo dice: para esta mierda me hubiera quedado en Villa Cañás.