16.1.08

Pablo Toledo QEPD

Hace unos meses Matías me inspiró un post sobre los Pablo Toledo del mundo. Hoy me entero de que uno de ellos, programador y músico de juegos para Commodore 64, murió en julio del año pasado (más info acá —en italiano— y acá). ¿Es como morirse un poco?

14.1.08

Nunca subestimes el poder de la bilis

Wikipedia nos enseña que

La bilis es una sustancia líquida alcalina amarillenta producida por el hígado de muchos vertebrados. Interviene en los procesos de digestión funcionando como emulsionante de los ácidos grasos. Contiene sales biliares, proteínas, colesterol y hormonas. No contiene enzimas digestivas.

Su secreción es continua, por lo que en los periodos interdigestivos se almacena en la vesícula biliar, y se libera al duodeno tras la ingesta de alimentos.


El gentil elenco del suplemento Cultura del diario Perfil contribuye a la educación biológica/anatómica popular con este patético "exposé" sobre los premios literarios.

Alcanzaría con señalar que nadie puede decir de una novela de Pablo de Santis que es"aburrida y mal escrita" y abrir el siguiente párrafo de su texto con la frase "Un premio interesante, aunque con altibajos, pero que ha sabido definir un perfil atractivo para los lectores en idioma español, es el Premio Herralde de Novela" : que se dedique a explicar antes de emitir juicios de valor literario cuáles son sus credenciales para emitirlos, qué lo hace un adecuado guardián de la calidad de la escritura y qué carajo hace ese "pero" en la oración (a menos que "definir un perfil atractivo para los lectores" sea de alguna extraña manera un concepto opuesto a "interesante", cuando en realidad la frase es redundante ya que "interesante" es sinónimo de "definir un perfil atractivo").

Pero el punto realmente choto de este artículo es el argumento berreta prefabricado: los premios de las editoriales y los diarios son herramientas de mercado y son malos malos malos, el premio Indio Rico y el de Página/12 son buenos buenos buenos. Esto de manos del mismo diario que nos "regaló" el año pasado las confesiones de las miserias y contradicciones personales de Daniel Guebel en la entrega de los Premios Clarín. Guebel nos recordó, justamente, que los que más critican a los premios, a los premiados y a los buscapremios no se eximen a sí mismos de perseguirlos, aunque sí de mezclarse con la runfla.

De Hernán Arias desconozco prácticamente todo menos que escribió este artículo y que compartimos alguna antología (La Joven Guardia), pero me atrevería a venturar que en lo profundo de sus cajones guarda el recibo de su obra en algún premio que no lo favoreció, y que quizás hasta haya salido favorecido en alguno — como Borges, a quien Arias cita en el artículo criticando a los premios en el suplemento El Hogar pero que obvia completamente cuando, no muchos años después, mete púa y mala saña en El Aleph contra el escritor que "le robó" un Premio Municipal. El día que se abra el "Sindicato de Jóvenes que Escriben" el primer acto va a ser una marcha al Correo Central para reclamar por el precio del envío de las "plicas" a los concursos municipales de España.

El artículo abre con el demoledor basamento intelectual de 1 (una) fuente, citas de un libro reciente de Adriana Laera publicado por Beatriz Viterbo ("Che, salió este libro que les pega a los premios literarios, ¿quién quiere hacer una nota quilombera para el verano?"). La piece de resistance es la pregunta "¿Podría decirse que, aun sin saberlo, las demandas del mercado están internalizadas en el novelista, en la mano que escribe?”. De ahí, salta a los que según Laera son las características premiables y premiadas en una novela :

Les interesa que la novela reproduzca “la agenda de los temas de moda en clave idiosincrática”, y en general no son tolerantes con las innovaciones en el plano “estético, ni formal ni estilístico”. Laera anota además cuáles son los rasgos formales que se suelen premiar: “Una escritura rápida, de frases relativamente cortas, en las que la alianza entre acción e información, con las dosis descriptivas necesarias, es fundamental para lograr eficacia”.

Como estamos en el párrafo 4 y ya vendimos la conclusión del artículo, ahorremos todos los pasos lógicos del razonamiento: ya sabemos que las vacas vuelan, dediquémonos a buscar en las vacas del 2007 los muñones de las alitas y la evidencia de sus excursiones por las nubes. Y entonces disecciona los blancos fáciles (el eterno Clarín, Pablo de Santis), intenta con algo que para la tribu de Arias ya se parece más a un tótem ensayando un par de jabs contra Martín Kohan y definitivamente no se le atreve a lo que, en su visión de la literatura, ya son dos vacas sagradas: un exótico como Ariel Magnus premiado por César Aira, un alumno de Laiseca en un premio elegido nuevamente por César Aira y Daniel Link, y una escritora de 85 años bendecida por Página/12. De manual.

O sea que, para empezar, a Arias no le dan los números: si su monumental demostración le da dos a favor, tres en contra y uno 50/50 es momento de colgar los botines y decirle al editor "mejor llenemos con fotos de Sarlo y Fogwill en los paradores de Punta del Este".

Ahora bien: supongamos que nos tomamos en serio la única idea (prestada) de este artículo, eso de que las demandas del mercado están internalizadas en el novelista. Si la vamos a hacer, la vamos a hacer bien: las demandas están internalizadas en todos los novelistas, incluso en los que "jamás ganarían un premio", sólo que son demandas distintas de públicos diferentes. El que no escribe para los premios escribe para los críticos, para sus referentes, para sus maestros, para sus tíos o para sí mismo, pero todos escriben "internalizando" ciertas "demandas".

Bob Dylan es más sintético: It may be the Devil or it may be the Lord but you gotta serve somebody.

El mecanismo es el mismo, lo que cambia es la orientación. Todos los premios son iguales, pero usan esa igualdad para fines distintos. Todos proponen un modelo literario y lo colocan por sobre los demás. Cada uno propone el suyo, y en todo caso habrá para todos los gustos y que cada uno elija.

Es divertido ver las contorsiones que tienen que hacer tipos como Arias ahora que César Aira, paladín argentino de la "ineficacia narrativa" y el "antimarketinerismo literario" (falso antimarketinerismo, ya que es el mejor vendedor de sí mismo de todo el campo literario), empieza a ser jurado de premios — y no solo de proyectos "alternativos" como Indio Rico sino también de premios multinacionales de Editorial Norma.

Pero lo más divertido es como, en la mejor tradición de la revista Noticias de la misma editorial, lo que se planteaba en la tapa y en su apertura como un artículo de tesis, fuerte, crítico, polémico, se va poniendo chirle hasta tener un cierre intrascendente y genérico que no dice absolutamente nada. Se disuelve como las burbujitas de un Alka Seltzer, y termina teniendo la misma función: está al pedo.

2.1.08

Mi cuento de fin de año

Hace un par de años escribí un "cuento navideño", que salió publicado en 2006 en una antología de "Nuevas Narrativas" luego de que la gente de una cadena de supermercados lo bochara para una miniantología que repartieron en sus cajas porque decía "mierda" y "carajo". Vaya aquí como regalo de fiestas a quienes pasen por este rincón. Buen año.


Feliz año
Salí de Buenos Aires a las seis de la tarde del treinta y uno para llegar a Mar del Plata justo después del brindis. Ése había sido el trato: Liliana cenaría en casa de sus padres, yo pasaría después de las doce para brindar con los chicos y al día siguiente los llevaría a Córdoba por dos semanas. No conocía a nadie en Mar del Plata, sólo a los padres de Liliana y a los amigos de ellos que desde luego también iban a estar de parte de ella. Y la verdad es que si yo no supiera todas las cosas que sólo Liliana y yo sabemos, pero que Liliana se guarda bien de contarle a nadie, ella que tanto habla con todos de cada pelea que tenemos y de cada vez que me atraso dos putos días con los putos alimentos, si yo no supiera todas esas cosas, también estaría de su parte, porque las mujeres en estos temas siempre salen mejor paradas.
Pero, como me toca que todos me miren mal, decidí alejarme y pasar la noche arriba del auto: en realidad, lo que quería era ser el primer turista del año, salir en la televisión, que me hicieran reportajes, y así iba a poder contarle a todos que viajaba para estar con mis hijos porque mi ex no había dejado que pasara año nuevo con ellos y se los había llevado a cuatrocientos kilómetros de casa. Por una vez iba a ser ella la mala de la película, Liliana y toda su familia, porque ellos son de Mar del Plata y ahí se conocen todos, y entonces iban a ver lo que era bueno.
Seis horas eran más que suficientes para llegar, en especial con la ruta de seguro vacía. Hay, lo sé, una pareja de viejos hijos de puta que siempre llegan primeros al kilómetro cuatrocientos. El secreto de ellos es llegar cuatro horas antes, cenar en la banquina a un kilómetro de la ruta, y arrancar despacio a las doce menos diez. Los imagino con el auto a paso de tortuga, viejos hijos de puta, la vieja seguro que va en el asiento de atrás para avisarle al viejo si viene algún otro auto y ahí el viejo mete el pie en el acelerador aunque no demasiado porque para ganar no hay que llegar antes que los demás sino justo sobre las doce de la noche. Pero eso lo tenía calculado: yo iba a llegar con el tiempo exacto, sin luces y a mil por hora, ni me iban a ver venir, e iba a detenerme a dos metros del kilómetro cuatrocientos hasta que se hiciera la hora. En todo el recorrido por la ruta 2 no pensé en otra cosa. Imaginé la cara de los viejos, las luces de las cámaras, los policías que deberían escoltarme hasta la Plaza Colón, el reportaje en todas las radios al día siguiente, pero más que eso la cara de Liliana y la de sus padres y la de todos sus parientes marplatenses, pueblerinos que preferirían morir antes de ser escrachados como la mierda que son en LU6 Emisora Atlántica que es precisamente lo que yo pensaba hacer.
“¿Por qué quiso ser el primer turista del año?” No soy turista, vengo a Mar del Plata porque es la única opción que me queda para poder ver a mis hijos en las fiestas, entonces tengo que dejar a mis amigos y mis parientes y pasar la noche en la Ruta 2, y si llegué primero fue por la ansiedad de ver a mis hijos; sí, lástima por esos viejitos que ganan cada año, pero bueno, como le dije antes mi intención no era ser el primer turista del año sino llegar antes a ver a mis hijos, si vine tan rápido que los policías del kilómetro cuatrocientos casi no pudieron pararme.
Justo al llegar al pueblo de Camet, cuando ya faltaba casi nada, me di cuenta del olor a quemado y vi en el tablero que no tenía nada de aceite. En un principio quise seguir, total mi auto aguanta lo que sea y no faltaba más de media hora de viaje, pero al día siguiente tenía que hacer mil y pico de kilómetros hasta Córdoba y con el motor fundido no iba a llegar ni a la esquina. Entonces entré al pueblo con la idea de meterme en una estación de servicio, pedirle al mecánico de turno que me revisara el motor y pronto seguir de largo.
Un treinta y uno de diciembre a las once menos cuarto de la noche, yo era el único idiota en las calles de Camet. Encontré la estación de servicio y hasta tenían aceite para motor, pero cuando levanté el capot salió un humo y un olor que no dejaron demasiadas dudas: con el auto en esas condiciones no iba a poder seguir el viaje. El mecánico de turno se había ido al campo para cenar con sus suegros y no llegaría hasta después de la una, pero el playero y otras tres personas del pueblo estaban reunidos en el bar de la estación: si quería, podía quedarme con ellos a esperarlo.
Entré al bar como se entra a la cárcel. No iba a poder llegar primero a Mar del Plata; no iba a poder seguir viaje con los chicos; Liliana seguro iba a encontrar la forma de echarme todo en cara como si fuera mi culpa; el arreglo del auto en ese lugar en esa noche a esa hora de seguro me costaría una fortuna. Pero no podía hacer nada, varado en Camet no tenía sentido ni siquiera llamar por teléfono a los padres de Liliana: si el mecánico llegaba a la una yo seguiría viaje como mucho a las dos, y para cuando llegara a lo de mis suegros los chicos se habrían acostado, pero seguro que podría encontrar a alguien despierto. A fin de cuentas, el primer turista del año tiene la obligación de pasar las vacaciones en Mar del Plata, cerca de Liliana y su familia, y antes muerto que darles esa satisfacción.
Adentro estaban la mujer del playero, dos viejos, y una mujer que debía tener mi edad y me miró entrar como si me mandara Papá Noel envuelto para regalo. Ella era la única que estaba vestida de fiesta, maquillada de más, peinada de peluquería. Era la única en aquella noche que había hecho un esfuerzo. Me convidaron restos de lechón frío con algunas ensaladas, vino barato, mayonesa de ave en una bandeja de plástico. No hablaban mucho, se notaba que hacía un par de horas se habían quedado sin tema de conversación.
Les conté de mi problema con el auto. Me preguntaron de qué trabajaba, si iba a pasar las vacaciones en Mar del Plata, si había estado antes en Camet, pero a las doce menos veinte esos temas también se habían agotado. La mujer del playero empezó a levantar los platos, los viejos destaparon una botella de sidra, el playero sacó un balde de helado del congelador. La mujer del maquillaje dijo, casi a los gritos, que teníamos que prender la radio, y así lo hizo. Pasaban una canción melódica, y se puso a bailar sola en medio de las mesas. El playero y su mujer también bailaban. Yo miraba por la ventana. Los viejos sirvieron el helado en unas compoteras de metal, y nos llamaron a comer antes de que se derritiera. El locutor de la radio empezó a hablar del final del año, de las cenas en familia, de los proyectos, de todos los deseos que podían ser realizados, y largó la cuenta regresiva: diez, nueve, ocho, y nosotros repetimos siete, seis, cada vez más rápido cinco, cuatro, y a los gritos tres, dos, uno, feliz año nuevo.
Largaron una canción brasilera y empezaron los cohetes. Brindamos con sidra en los mismos vasos donde antes habíamos tomado el vino. El playero salió con su mujer a cuidar que ningún chico se acercara a la estación de servicio con petardos, y los viejos los acompañaron. La mujer del maquillaje empezó a bailar sola otra vez. Pensé en los viejos hijos de puta que en ese momento debían cruzar la línea del kilómetro cuatrocientos, en Liliana y los chicos que brindarían en Mar del Plata, en el último fin de año que habíamos pasado los cuatro juntos en nuestro departamento, dos meses antes de la separación. Recordé también cómo nos reíamos con Liliana de la gente que pasaba el fin de año en restaurantes, de los que estaban tan solos que no tenían otro lugar a donde ir. El vidrio de la ventana reflejaba el carnaval carioca que intentaba la mujer de maquillaje. Me encogí de hombros, reprimí un insulto y me fui a bailar con ella.