26.5.08

Aprovechen que se acaba

Este post va para los que están en Buenos Aires y adyacencias.


Estuve en las últimas semanas con un arranque comprador de libros que empezó en la Feria del Libro, siguió en Walrus y quién sabe cuándo/dónde termina. Algunas adquisiciones:

- The Purple Decade: una antología de artículos periodísticos de Tom Wolfe del 60/70 que es, básicamente, lo que todos los "aspirantes a cronistas" que ahora parece que salen de abajo de las piedras quieren reproducir pero hecho antes y mucho mejor. El tipo te pinta en 3 páginas un personaje, una época, un mundo. Y no vence: Bob & Spike, por ejemplo, sobre un pareja de coleccionistas de arte pop que empezaron como pobretones y ganaron guita con una empresa de taxis, es la biografía no autorizada de Constantini y un tratado sobre la década del 90 al mismo tiempo.

- A Multitude of Sins: un libro de cuentos de Richard Ford, influido por la entrevista que le hizo Juana Libedinsky para ADN.

- del stand del Fondo de Cultura Económica en la Feria: El corral de la infancia, un libro de Graciela Montes sobre literatura infantil; Editores y políticas editoriales en la Argentina, como su nombre lo indica una historia de la edición argentina que pinta más metódica que el (de todas formas notable) clásico y agotadísimo libro de Sagastizábal para EUdeBA; un r de libros de historia argentina; Limbo de Martín Kovensky, un libro de fotografías tomadas durante 2002 mezclados con textos propios y ajenos (las fotos muy buenas, los textos generalmente más o menos; igualmente un buen retrato de época)

- del stand de De La Flor: no tenían El traductor, que era la novela que fui a buscar, pero me llevé de la mesa de 3 x $10 El agua de Wernicke, Historias de monstruos de Bajarlía y Cartas al presidente (una recopilación de ídems de los archivos de Casa Rosada).

- de una librería de saldos: El hombre demolido de Bester, La república de los sabios de Arno Schmidt (los dos en ediciones viejísimas de esas colecciones míticas de Minotauro, las de las tapas de colores planos con el dibujo chiquito en el centro como las primeras ediciones del Señor de los anillos), La bestia debe morir de Nicholas Blake (de la reedición de La Nación de la colección Séptimo Círculo)

La última parada de la fiebre de compras, sin embargo, es la que recomiendo: los supermercados. La última parada clase F del saldo editorial es la góndola del supermercado. Básicamente, los supermercados compran libros por kilo a las editoriales, los exhiben sin arte ni gracia ni ganas y después se dedican a saldarlos por 4 pesos. En todos los híper hay mesas perdidas en las que se mezcla la bazofia menos digerible (horóscopos y predicciones para 2005, el libro de memorias de Chiche Gelblung, lo que sobró de alguna novela de Massimo Manfredi) con sorpresas de lo más simpáticas. En un Coto compré por 5 pesos La ciudad de Mario Levrero (en esa edición que él después despreció, en una colección española de novelas de ciencia ficción), por ejemplo.

Bueno, resulta que el sábado, comprando cosas para la fiesta de cumpleaños de Maite, sobrevolé en 5 segundos la mesa de saldos de Wal Mart y levanté dos libros: una antología de Historias verdaderas de Tomás Eloy Martínez (una idea interesante y notable: toma un episodio histórico y pega una crónica histórica de la época con algún texto literario que haya contado esa misma historia o tema, por ejemplo las crónicas de Hollinshed y Hamlet, o una descripción de época de las burguesas francesas decimonónicas con un fragmento de Mme Bovary) a 12 pesos, y El templo etrusco de J. Rodolfo Wilcock a 6 pesos con 50.

De Wilcock no conocía más que el nombre y cierto eco de reputación. Leí el primer capítulo y la contratapa del libro de Wilcock: aprovechen que se acaba, muchachos. Corran, vuelen, naden, gateen, vayan en bicicleta o haciendo piruetas en skate, pero arrímense al Wal Mart más cercano y cómprense un ejemplar antes de que se acaben y no lo reediten hasta la próxima vez que a Chitarroni le den pelota en Sudamericana. El primer capítulo solo vale mil veces los míseros 6 pesos con 50, y promete un libro de aquellos, de esos que no se leen todos los días - de hecho, de esos que no leí en la puta vida y que querría leer todos los días de la ídem. Sátira, absurdo, buena narración, 50 ideas por página, un concepto que ya desde el principio se va dibujando clarísimo... indescriptible, sobre todo después de unas 20 páginas, pero con eso me entusiasmó como hace tiempo que no me entusiasmaba con un inicio de novela.

Básicamente, y hasta ahora: en un pueblo hay una plazoleta en el centro de una rotonda. Para ordenar el tránsito y agregar atracciones turísticas (los otros puntos de interés al visitante son un "pozo antiguo" que se hizo hace diez años cuando reventó una fábrica de petardos y una "prisión medieval" subterránea construida hace 30 años que nunca funcionó como prisión), el secretario de turismo propone que construyan un templo etrusco. Nadie sabe (mucho menos el secretario de turismo) qué son los etruscos. En una sesión delirante del consejo municipal se termina aprobando la idea, pero con el agregado de ue "lo construyan los etruscos, es problema de ellos". El problema, en realidad, es que hace unas decenas de siglos que no queda un fucking etrusco en el planeta. Eso en las primeras 20 páginas, así que apostar a que las 200 que faltan vana a estar mucho más que muy bien no es demasiado arriesgado...

Y, por si no quedó claro... ¡¡¡SEIS PESOS CON CINCUENTA!!! ¡¡¡CINCO VECES MENOS QUE ABZURDAH!!!

Ya están avisados.

19.5.08

Narratología I

Ayer llevamos a Maite a una obra infantil de títeres por primera vez (más allá del retablo que montan los fines de semana en el Parque Lezama).

La obra tenía una estructura interesante: la titiritera salía al principio de la obra al frente del retablo a contar que se le había perdido su amigo Pikiyí, y les mostraba a los chicos fotos con cosas que ella había hecho con él. A cada foto le seguía, ya con ella detrás del retablo, la escena que correspondía a la foto. Al tal Pikiyí (lo lamento, pero les tengo que contar el final) lo había atrapado en una cueva la malvada Rata Cruel, pero sus amigos (el dragón Verdelino y Mimí la gata que amasa pan, por si se lo estaban preguntando) lo rescatan al levantar la piedra con la que estaba sellada la entrada de la cueva.

Y hete aquí la lección de narratología: con 3 años por cumplir, Maite dijo, cuando levantaron la piedra y Pikiyí salió de su trágico encierro, "Terminó". O sea, hay una estructura de arco narrativo que ya tiene incorporada - hay un conflicto, se levanta tensión, el conflicto se resuelve, final del asunto. Simple, efectivo, implacable.

La obra tenía una coda (una escena de reencuentro feliz, una moraleja obviable), pero evidentemente era prescindente. El asunto ya estaba finiquitado - sin embargo, tiene que haber algo después del clímax de la historia para cerrar. La película policial no se acaba cuando matan al malo, se acaba cuando la noche siguiente los dos detectives buenos están chupándose un whisky y reflexionando sobre la vida.

La estructura es simple, y es la de un acto sexual: hay tensión, se demora la resolución, se libera la tensión, se relaja el asunto. Shakespeare, en las tragedias, lo dividía en cinco actos matemáticamente: el primero presenta el conflicto, el segundo lo desarrolla, el tercero lo tensiona al extremo, en el cuarto hace la plancha, en el quinto lo hace explotar y en la última escena aparece un personaje que junta los pedazos.

Pero lo importante de todo esto es (aparte del hecho de que mi hija es brillante, cosa que dábamos por descontada) que esa estructura se absorbe desde las primeras historias, los primeros cuentos leídos a la noche, las primeras historias en la tele, las primeras películas.

No voy a ir tan lejos como para decir que esté "cableada" en el cerebro, pero definitivamente se tatúa ahí adentro. Y es por eso que cuesta tanto hacer y leer cosas que vayan en contra de esa estructura.

Aguante Pikiyí.

16.5.08

Seis más y seis menos de Buenos Aires

Ya que la amiga Chili me pasa un meme, aprovecho para salir de mi modorra de posts.

Básicamente, seis cosas que me gustan de Buenos Aires y seis cosas que no me gustan.

Me gusta:

- que todo el tiempo, en todas partes, estén pasando cosas. Todo el tiempo. En todas partes. En las calles, en teatros, en casas, en rincones, en centros culturales clandestinos armados abajo de una baldosa.

- las librerías. Las de saldos, las de viejo, las de la calle Corrientes, las de libros en inglés (aguante Walrus), las del Parque Rivadavia, las nuevas que están poniendo en San Telmo, las que todavía no conozco, las que abren a las tres de la mañana.

- que todavía haya barrios, que queden lugares de casas bajas y árboles así de altos.

- la atmósfera. Hay algo en las calles de Buenos Aires que vibra de una manera que me gusta. París me embola, Londres me mata, Mar del Plata me enferma, Córdoba me gusta, Nueva York me acelera, pero hay algo en Buenos Aires que me pega bien.

- que haya, dentro de la ciudad, las ruinas de otra ciudad con pretenciones: palacetes, edificios demasiado armados, avenidas monumentales venidas abajo, proyectos señoriales venidos a menos, monumentos y parques, fotocopias de París o de Londres transplantadas sin ninguna consideración, y arriba de eso barrios obreros de la utopía peronista devenidos en zonas caras, y encima barrios de inmigrantes reciclados, y nuevos barrios de nuevos inmigrantes, y las 25 variaciones de Palermo, y Puerto Madero, y las capas geológicas de siglos de mediopelismo. Y eso me gusta, ese gran museo de la parte más decadente del "porteñismo" me gusta mucho.

- que tenga un tamaño abarcable: ni tan chica como para que no queden lugares por descubrir ni tan grande como para vivir desubicado.

No me gusta:
- que a nadie le importe demasiado de nadie más que sí mismo y que eso se note en la manera en la que viven las calles, en la que miran en las esquinas, en la que manejan sus autos, en la que nadie cuida nada.

- que el transporte público sea una basura, el tránsito un desastre y que a los que andamos en bicicleta nos traten como si fuéramos invisibles, indeseables e indestructibles.

- que la ciudad esté llena de imbéciles que votan a imbéciles como Macri, que discriminan (por sexo, por religión, por nacionalidad, por color de pelo, por marca de zapatillas, por si cargan a la izquierda o la derecha, etc.), que viven para sus ombligos. Está bueno las pelotas.

- que para ver un pedazo de río haya que subirse a un globo aerostático, comprarse un piso 2 en Libertadores o peregrinar 5 kilómetros. Lo mismo para ver un pedazo de pasto con dos árboles arriba.

- que no haya una ley, código, criterio, ordenanza o sugerencia que se respete - no las respetan ni los que las escriben ni los que deberían cumplirlas, ni los que las defienden ni los que las atacan ni los que se quejan ni los que putean a los que no las respetan.

- que esté cada vez más partida en subciudades que van dejando gente afuera: Palermo para los que tienen algo de plata y son modernosos, San Telmo para los turistas y los que tienen algo menos de plata que los de Palermo, el Sur y el Oeste para los que no les alcanza la plata, el Norte para los que les sobra. Tengo una hija de 3 años: todos (TODOS) los lugares que ofrecen cosas copadas para chicos están en Palermo y Barrio Norte. De mi lado de la ciudad no hay nada que hacer salvo tomarse un colectivo. Y así todo. Y cada vez más.