18.7.12

¿La patria es la lengua?


El 18 de julio leí ésto en una charla en el Centro Cultural Caras y Caretas, por gentil invitación de Gabriel Sánchez Sorondo y Ricardo Piñeiro. Reincido por aquí, para los que no pudieron estar en la charla.

 ¿La patria es la lengua? Es una pregunta complicada, pero voy a hacer algo que la buena narración desaconseja y que en inglés se llama “cut to the chase”. La frase, literalmente, sería “corte a la persecución” y viene del cine policial, donde el clímax de la película suele ser una escena cargada de tiros, choques y víctimas en la que los malos se escapan de los buenos a cien por hora en pleno centro de la ciudad y son alcanzados, o los buenos se escapan de los malos y lo consiguen. Como esa es la parte más interesante de la historia, la frase se usa cuando alguien le da largas y prolegómenos a la única cosa que importa. En Argentina diríamos “ir a los bifes”, porque más que las escenas innecesarias de las películas a nosotros nos molestan las ensaladas, pancitos, sopas o cualquier otra cosa que demore la llegada de la carne a la mesa. Y no es que la carne no les signifique nada a los ingleses: para decir que algo está cargado de importancia usan el adjetivo “meaty”, que literalmente quiere decir “carnoso”.
Entonces, como les decía, vamos a la persecución, traemos el bife a la mesa, y respondo la pregunta de entrada. No, la patria no es la lengua.
Ahora me toca explicar la respuesta, que no es tan simple. Los Toledo somos una familia turca que en algún momento ocupó España. Cuando nos mandaron de vuelta a Estambul nos quedó el famoso “vienen de Toledo”, y nos llamaron “de Toledo” hasta que mi abuelo se escapó de la Segunda Guerra y algún empleado de migraciones que no tenía ganas de trabajar le sacó la preposición. Por parte de mi madre, los Roffman venimos de algún lugar de Rusia que mi abuelo se encargó de no recordar, y los Matalon de Aleppo, en Siria (creo que los Menem venían de por ahí, créanme que no tenemos la culpa ni somos parientes lejanos ni nada). Los Matalon hablábamos árabe, los Roffman yiddish, algunos Toledo todavía hablan ladino, ese castellano a medias en el que las “h” todavía se pronuncian “f”. No tengo una gota de sangre española o italiana (o sea, no soy argentino), y mucho menos inglesa. Pero mi vida profesional la hago en inglés: doy clases de literatura inglesa en inglés, escribo en el Buenos Aires Herald, hago traducciones. La mitad de mi biblioteca, quizás más, está en inglés, y siento a muchos escritores ingleses como modelos mucho más cercanos que el promedio de los que escriben en español, incluso que unos cuantos grandes nombres argentinos con los que no me pasa absolutamente nada. Sin vivir en esa cultura ni llevarla en la memoria de la familia, algo de quien soy se forja cada día allí.
Y no se trata de que yo sea particularmente susceptible a eso que los puristas de la argentinidad llaman “cipayismo”, planteado como una debilidad perversa de la lealtad a la patria, sino que aprender una lengua es mucho más que aprender cualquier otra cosa, y es muy distinto a aprender una nueva forma de decir “a los bifes”. Aprender una lengua es aprender una visión del mundo en la que un churrasco a punto no es más importante que la resolución heroica de una historia, y es aprender detrás de cada palabra un tramado que es histórico, que es social, que es identidad. Inglaterra fue invadida no una ni dos sino cinco veces, y el idioma inglés tiene huellas de cada una de esas cinco invasiones. La última fue en 1066, con Guillermo el Conquistador, que era francés. Los campesinos eran sajones, pero la carne de los animales que criaban la comían sus señores normandos: en inglés los animales de granja tienen nombres sajones como “cow” o “sheep”, pero la carne de esos animales se llama “beef” (una variante del francés “boeuf”, pariente de nuestro “bife”) y “mutton” (hija del francés “mouton”). En esa diferencia está la síntesis de toda una historia de dominación. En chino y japonés, y también en aymara, el futuro se representa como aquello que está detrás nuestro y el pasado como aquello que está delante, lo contrario al resto de las lenguas en las que tenemos “el futuro por delante”. Para ellos, el pasado es aquello que vimos, de lo que fuimos testigos, lo que está delante de nuestros ojos, mientras que el futuro es algo desconocido hacia lo que avanzamos a ciegas. En esa distinción no hay ganas de hacerse los rebuscados, hay una forma de ver el mundo. Hablar varias lenguas es asimilar a la propia identidad algo de cada una de esas identidades, pero sobre todo es abrirse sin vuelta y sin remedio a la idea de que existen diferentes maneras de vivir y de ver la realidad, y por eso creo que ser bilingüe o plurilingüe (por qué limitarse) es una forma mucho más intensa de existir. Entonces, la lengua es mucho más que la patria: para robarles una frase a los lacanianos, no es que hablemos un lenguaje sino que el lenguaje nos habla.
Déjenme contarle de mi amigo Carlos Yoder. Él nació y se crió aquí en Buenos Aires, fue a un conservatorio a aprender piano desde chico, después se pasó a los sintetizadores. Compartimos una banda de música extraña, un trío de dos guitarras y piano que tuvo dos conciertos (en los cumpleaños de los guitarristas). Un par de años después Carlos descubrió el tabla, una especie de bongó hindú que parecen dos tápers con parche de cuero, y que dicen que es el instrumento de percusión más difícil de tocar del mundo. Renunció a los teclados y la tradición musical occidental, y se dedicó a la música hindú y la música clásica árabe. Con su tabla a cuestas se fue a una escuela de verano de música tradicional irlandesa en Irlanda, no me pregunten por qué. Ahí se enamoró de una chica eslovena. Ahora vive en Eslovenia y varias vueltas profesionales después trabaja en el Consejo Internacional de Música Tradicional, una dependencia de la UNESCO. Su vida transcurre en esloveno, un idioma que entre otras cosas tiene tres números: el singular, el plural y el dual, o sea que si digo “dos autos” le cambio el final a la palabra “auto”, que no queda igual a “auto” ni “autos”. Cuando le comenté que iba a estar aquí, me mandó algunas ideas que me gustaría leerles: “Como ejercicio, además, podría preguntarse al público presente de qué manera el aprendizaje de idiomas extranjeros afecta a la noción de patria. Dicho de otra forma, si yo hablo inglés y francés, ¿debo sentir como patrias adicionales a Inglaterra y Francia? ¿o mejor dicho a Australia y Costa de Marfil? ¿Filipinas y Congo? ¿Sri Lanka y Túnez? Ridículo, ¿no?”
Bastante, pero Carlos también me dio el contraejemplo perfecto: “El Principado de Carantania (Karantanija) es el primer estado conocido cuyos monarcas hablaban una temprana lengua eslovena, allá por los fines del séptimo siglo de la Era Común. Sin embargo, en el año 746 el Principado es asimilado los bávaros, y recién en 1991 recuperará el pueblo esloveno su ansiada independencia, al crearse la actual República de Eslovenia, país en el que vivo desde 2005.
“Durante 1245 años (¡mil doscientos cuarenta y cinco años!) las vidas de millones de eslovenos y eslovenas fueron regidas por virreyes y/o burócratas que hablaban alemán, italiano, francés o serbocroata. Tuvieron a Viena como capital durante 700 años, y el idioma de la política, la educación y las artes fue siempre el alemán. Además, y como ejemplo, mi suegra nació en la República Socialista Federativa de Yugoslavia, su padre nació en el Reino de Italia y su abuelo en el Imperio Austro-Húngaro... ¡sin importar que todos nacieron en el mismo pueblo y hablando el mismo dialecto!
“Quizás desafiando toda lógica entonces, el idioma esloveno no desapareció, sino que se mantuvo vivo tanto en el campo como en la ciudad. Tal es así que Eslovenia es un país donde los feriados nacionales celebran la memoria de poetas y escritores (ej: France Prešeren y Primož Trubar), y donde los próceres son, en primerísima instancia, aquellos que preservaron, diseminaron, estudiaron o refinaron la lengua materna.
“El idioma esloveno está más vivo que nunca. Hoy en día cuando un esloveno se va a vivir al extranjero y forma familia allá, lo primero que le preguntará un compatriota es si los hijos hablan o no el idioma materno. De ser la respuesta negativa, al emigrante se lo considerará como nada menos que un traidor.”
Les podría contar un cuento parecido con el hebreo y el sionismo, con la forma en la que la Diáspora judía mantuvo un idioma durante varios milenios y después dio el paso único de convertir una lengua de cultura, de religión, en una lengua viva. Es como si la Unión Europea reviviera al latín. Los cristianos creen en un mesías que resucitó a los tres días de estar muerto, los judíos tenemos un idioma que resucitó veintipico de siglos después de que fuera desplazado de Israel por el arameo y el griego, las lenguas de los conquistadores (digo veintipico porque, en un gesto absolutamente judío, se discute cuándo fue que se dejó de hablar hebreo cotidianamente). La lengua, en esos casos, es la promesa de la patria.
Para hablar de cómo la patria es la lengua están, más que nada, los exiliados. El mariscal Petain, cabeza del ejército francés cuando los alemanes estaban a las puertas de París en la Segunda Guerra, se negó a trasladar el gobierno civil a Argelia. Su justificación es una frase célebre: “La patria no se lleva en la suela de los zapatos”. Francia no es cualquier lugar que pise un francés, Francia está contenida en sus fronteras, decía Petain en esa frase. Pero los que fueron obligados a dejar su país no tuvieron la opción de ese orgullo con el que Petain hizo bastante poco: unos meses después de su frase célebre se convirtió en el jefe de estado de la Francia de Vichy, o sea un títere de los nazis, condenado por traidor por su propio país al final de la guerra. Para un exiliado, la patria es lo que lleva puesto. El protagonista de “Tangos chilangos”, mi segunda novela, es un hijo de argentinos que se crió en México desde los dos años. Habla en una lengua que no es ni argentina ni mexicana, un híbrido del mundo en que vive con el fantasma de palabras y entonaciones que él supone su herencia. La idea de que la patria es la lengua sale de esas experiencias, de esas vidas trasplantadas que se aferran a una lengua de la infancia, de un lugar propio y abandonado: el mismo cantante que nos dice que “la cultura es la sonrisa” nos dice que “desdichado es quien tiene que marchar a vivir una cultura diferente”. Para un exiliado, la patria es lo que tiene, y una de esas pocas cosas que tiene es la lengua.
Pero no puedo olvidarme de una distinción importante que hace Ferdinand de Saussure. Si me disculpan un momento de profesor Siruela, les cuento que con el “Curso de lingüística general” (que en realidad no escribió, sino que son los apuntes de clase de sus alumnos) Saussure fundó la lingüística moderna, la semiótica, plantó la semilla del psicoanálisis lacaniano y le dio de comer a unos cuantos miles de personas. En el Curso, Saussure hace una distinción fundamental entre langue y parole, lo que en español llamamos lengua y habla. La lengua es la norma, un conjunto de reglas socialmente aceptadas y codificadas, el sistema del lenguaje. El habla es el uso de ese sistema, las maneras variadas, impuras, particulares, cambiantes, indefinibles en las que distintos grupos de hablantes, o cada hablante, o cada hablante en cada situación específica, pone esa lengua en funcionamiento. La lengua es el diccionario y la gramática, el habla es una persona en un lugar en un momento. La lengua permite que todos los hablantes de español nos entendamos, el habla hace que usemos el español para expresar quienes somos y no nuestras vidas para clonar lo que es el español.
Y ahí es donde la idea de que la patria es la lengua se me complica, porque ahí es donde la idea de la patria se me complica. Si la patria es la lengua, entonces la patria es una idea invariable, codificada, rígida, externa. Si la patria es la lengua, la patria es esa cosa por la que nos matamos en las guerras, la que nos hace discriminar, la patria del mármol y el bronce y las historias oficiales y los discursos de presidentes y directoras de escuela, la patria de las letras de los himnos nacionales. Los himnos nacionales son cosas atroces. El alemán se llama directamente “Alemania sobre todo”, y comienza diciendo “Alemania sobre todo, sobre todo en el mundo”. La Marsellesa dice “que una sangre impura riegue nuestros surcos”, dice que los extranjeros vienen a matar nuestros hijos, violar a nuestras mujeres e imponernos sus leyes, a ser “maestros de nuestro destino”. Después nos preguntamos por qué se les complica el multiculturalismo. Nuestro himno termina con versos terribles: “coronados de gloria vivamos o juremos con gloria morir” es un llamado al martirio, y cuando Mercedes Sosa lo quiso suavizar diciendo “o juremos con gloria vivir” lo empeoró. Si no vivimos coronados de gloria no podemos jurar que viviremos con gloria, es la misma cosa dicha de dos formas; o juramos una mentira o compramos la idea de que la única que nos queda es vivir con gloria. Esa patria del patrioterismo es la patria de la lengua.
Yo me quedo con una patria del habla: una patria que cambia, que se funde con otras, que es de cada uno, que vive y respira y crece, que nos permite caminar con nuestro paso en lugar de exigirnos marchas marciales, que no demanda lealtades absolutas, que no grita, que no se achica ni se asusta en el contacto con los demás. Si la patria es la lengua, cuida cada palabra gauchesca como si en eso se perdiera soberanía, y viaja por el mundo cuidando que el barro foráneo no le manche las botas de potro. Cuando la patria es el habla, importa esa identidad profunda más que los adornos, y el contacto es una expansión, una forma nueva de ser y de decir la patria. Cuando la patria es el habla me perdona que viva en otra parte, que ame otras cosas, que me salga de sus límites para descubrirla mejor.
Es un lugar común usar a Borges para justificar cualquier cosa, pero no tengo la culpa de que en El escritor argentino y la tradición haya dado tan bien en el clavo. Decía Jorge Luis que “la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva; también es nueva y arbitraria la idea de que los escritores deben buscar temas de sus países. Creo que Shakespeare se habría asombrado si hubieran pretendido limitarlo a temas ingleses, y si le hubiesen dicho que, como inglés, no tenía derecho a escribir Hamlet, de tema escandinavo, o Macbeth, de tema escocés. El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.
(…)
¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente y que no hay problema en esta pregunta. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esa tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental.
(…)
Por eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara.”
Y quería cerrar con alguien a quien tengo la suerte de conocer y que, de formas de las que él no es consciente pero que yo agradezco profundamente, considero un maestro: Andrew Graham-Yooll. Andrew fue editor de política del Herald en la década del 70, responsable junto con Bob Cox de la posición del diario en el tema de derechos humanos. Es argentino de familia escocesa, y además de su trabajo periodístico investigó y escribió sobre la historia de los ingleses en Argentina, una historia que se le hizo carne cuando tuvo que exiliarse en Inglaterra y se quedó allí 20 años antes de volver al país y al diario. Él habla de sus años en Inglaterra como un exilio. En 1972 publicó un libro de poemas, “Se habla Spanglés”, donde se expresa como alguien con una patria propia que es la Argentina pero también sus raíces inglesas, una patria a la que le buscó un habla que no es ninguna lengua, una patria hecha de habla con una desfachatez tan argentina que, de puro guapa, se pelea con dos lenguas a la vez. Quería cerrar con la primer estrofa de uno de esos poemas, que habla de una mujer que lo dejó pero en el que yo leo también otra cosa.
“I thought I'd write today
que significa:
hoy pensé escribir,
Which is a subversive thought,
pero hay tanto amor que debo expresar.
So I'll say it
en dos lenguas
So nobody will understand,
igual que el amor, que nadie entiende.”