En el Monte Hiei, de Japón, está el monasterio de los "monjes maratonistas". Son monjes zen que buscan la iluminación por el camino del sacrificio físico hasta convertirse en gyoja, los monjes espirituales.
Para eso, tienen que correr 100 noches seguidas de maratones. O sea, se levantan a la medianoche, se ponen un par de sandalias, se atan una cuerda alrededor de la cintura a la que anudan un cuchillo, agarran su libro de plegarias y un par de sandalias extra y salen a correr alrededor de la montaña (unos 54 kilómetros). Terminan el recorrido entre las 7 y las 9 de la mañana. Van a rezar una hora, se bañan, almuerzan, descansan, limpian el templo. Comen a las 6 de la tarde, se acuestan entre las 8 y las 9, se levantan a la medianoche y así sucesivamente durante 100 días. Ah, y van todo el tiempo rezando mientras corren. Sólo se pueden sentar una vez en todo el recorrido. Si paran, tienen dos opciones: agarrar la soga y colgarse de un árbol al costado del camino, o agarrar el cuchillo y hacer seppuku (eviscerarse, o sea hacer un corte a lo ancho del abdomen para que salgan todas las tripas hacia afuera, una manera lenta y dolorosa de morir). Mientras corren, rezan por los monjes que tuvieron que suicidarse.
Cuando terminan los 100 días, pueden pedir permiso para, a lo largo de 7 años, pasar al nivel superior luego de correr 1.000 días de maratón. Y en el medio tienen 2 pruebas (doiri) que los llevan, literalmente, al borde de la muerte: en una no comen ni beben ni duermen durante 9 días, en la otra meditan junto a una fogata en un espacio cerrado durante varios días.
¿Cuál es el truco? El truco es que no hay truco. Se llevan al límite, más allá del límite, porque tienen la voluntad suficiente. Buscan la iluminación, y la motivación religiosa siempre fue la que llevó las cosas más lejos. Menos mal que buscan desprenderse de todo para alcanzar el satori, porque si estos tipos se proponían recuperar el Santo Grial marchaban hacia Jerusalem y en el camino no dejaban ni las cenizas.
Y a mí me cuesta hacer dieta... el ser humano occidental está ablandado a extremos inconcebibles. Tiene razón Robert Fripp, lo que hace falta es disciplina interna y ascetismo.
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