En la salita de la maestra Edy Torial, cada semana se entregaba un premio al chico que cumpliera mejor con una consigna determinada. El premio era una torta de chocolate que los chicos se podían llevar a su casa al terminar la semana.
A todos los chicos les gustaba el chocolate, pero también había muchos que decían que aceptar la torta de la maestra Edy era un acto servil y humillante. Para ellos, la maestra representaba muchas cosas feas y malas a las que ellos se oponían, y se divertían mucho hablando mal de los chicos que ganaban la torta. Ganar la torta era motivo suficiente para que esos chicos no fueran considerados dignos de pertenecer al grupo de los chicos piolas de la salita.
Pero lo que nadie decía era que, en secreto, varios de ellos intentaban hacer la tarea que cada semana planteaba la maestra Torial, tentados por el chocolate. Tampoco les hubiera molestado que su nombre figurara durante una semana en el mural de la clase en el que la maestra mostraba los nombres de los chicos que lo habían ganado, y estaban seguros de que, si su nombre aparecía en esa lista, quedaría claro que el caso de ellos sería diferente, y que sólo los chicos rebeldes y brillantes como ellos tenían derecho a llevarse a su casa las tortas de chocolate. De hecho, con lo que soñaban era con, algún día, adueñarse de la cocina en que la señorita Torial preparaba sus tortas, para repartir el chocolate entre sus amigos y decidir qué recetas se servirían en el comedor del jardín.
Una semana, uno de los chicos piolas compitió para conseguir la torta. Le gustaba mucho el chocolate, y esa semana tenía más ganas de comerlo que nunca. Su trabajo fue muy bueno, pero para la señorita Torial su trabajo no fue el mejor de todos. Pero como era realmente bueno, dijo a toda la clase que ese chico había hecho algo excepcional, no tan bueno (a su criterio) como el del chico que se llevaría la torta de chocolate, pero con suficiente mérito como para ser mencionado frente a la clase. El chico, que se acababa de despertar de la siesta cuando la maestra dijo su nombre, pensó que había ganado la torta y agradeció a la maestra la distinción que le estaba dando.
¡Imagínense la cara del chico cuando se dio cuenta de que la torta de chocolate no era para él! ¡Y cuando vio las caras de sus amiguitos, que ahora se reirían de él por haber buscado la torta de chocolate! ¿Lo seguirían invitando a tomar la leche? ¿Se burlarían de él en los recreos?
A la salida del colegio, el chico les contó a todos que en realidad era todo una confusión, pero sobre todo que él no era uno de los chicos sumisos y mediocres que buscaban las tortas de chocolate de la señorita Torial: él quería el chocolate, sí, pero su caso era diferente porque él era un chico piola y especial, tan piola y tan especial que podía conseguir una torta de chocolate sin parecerse a los demás. Tan piola y tan especial que podía reírse de los chicos que se reían de él por la forma en la que había quedado expuesta su ambición chocolatera y la contradicción entre lo que decía y lo que elegía hacer. Tan piola y tan especial que tenía que decir, con gritos cada vez más altos, lo piola y especial que era. Y gritó tanto, pero tanto tanto, que todos se dieron vuelta para mirarlo, y cuando algunos de los chicos se rieron del ridículo que estaba pasando se puso a hablar mal de esos chicos.
Y siguió gritando y gritando hasta que su mamá se lo llevó a la casa, y algunos dicen que todavía seguía gritando a la hora de la cena, y que en toda la semana siguiente evitó mirar a la pared de los chicos destacados, donde su nombre aparecía por debajo del de la chica que se había llevado a su casa la preciada torta de chocolate.
Y colorín colorado, este cuento se ha terminado.
Moraleja: Si criticas a las tortas de chocolate, pelear por ellas es un disparate. Y si te agarran con las manos en la masa, mejor es callarse y volver a casa.
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