Titanes en el ring
Hoy se vuelven a encontrar
Con sus músculos de acero y el poder
De su fuerza sin igual
Titanes tuvo muchas etapas, y la que yo veía era lo que quedaba de su edad de oro. No llegué a las glorias originales del Hombre de la barra de hielo o el Coreano Sun o el Indio comanche, pero sí pude ver a la Momia, la Momia negra, Chicho de Catanzaro, Mr. Moto, El ejecutivo, Karadagián ya canoso pero castigador como siempre (¡EL-COR-TITO!) y otros tantos, junto con personajes chiveros como Drink C o el Superpibe, versiones avant la lettre del chivo incorporado al guión (o, para estar en onda, PNT). Seguían estando las cosas que hacían de Titanes algo más que un programa en el que tipos disfrazados hacían como que se peleaban (el catch-as-catch-can, o "agarrálo como puedas", o como le decían por los barrios en los 50/60 cachacascán, está más cerca del baile de salón que de la lucha grecorromana): los personajes eran personajes de verdad con historias, producción, canciones, amigos, enemigos. Y eran personajes copados, lisérgicos, creíbles a su manera. Los buenos eran buenísimos, los malos eran detestables, Karadagián ganaba siempre pero estaba perfecto, los relatos eran desmesurados, había un balance justo entre los buenos y los malos.
Y si algo tenía de bueno Titanes eran los malos. Y si había algo maravillosamente argentino era que el más malo de todos, el malo de todos los malos, era la encarnación misma del poder corrupto: sólo en la Argentina se le puede haber ocurrido a alguien que el más sucio, el más poderoso, el más irrefutable de todos los participantes fuera un juez. William Boo hacía lo que quería y nadie le podía hacer nada: estiraba las cuentas en el suelo, hacía que tres segundos pasaran en menos de uno si le convenía, miraba para otro lado cuando perdían los malos, inventaba penalizaciones para los buenos. De tanto en tanto alguno de los buenos se descontrolaba y le hacía alguna toma, pero los relatores se apuraban a recordar que, por más que fuera un mal juez, Boo era el juez. Corrupta lex, sed lex.
Y hasta la presencia de Boo era genial: gordo, a cara de perro, podía poner cara de Salomón con las tablas de la ley cuando le hacían alguna protesta y era impermeable a la catarata de chiflidos y las quejas de los luchadores. Ahora que dan en cable los espectáculos grotescos que los yanquis pergeñaron (WWF y todo lo demás) podemos comparar lo infinitamente superior que eran nuestros luchadores fuera de forma a esos piringundines rellenos de anabólicos estilo Hulk Hogan o The Rock, pero sobre todo que la genialidad de Karadagián queda patente en personajes insuperables como William Boo. Antes de la fiesta menemista de los 90, antes de los jueces con placards de 20 mil dólares, en Titanes había un corrupto irredento que hasta le hacía frente a Karadagián, el dueño del circo, uno de los pocos que podía ganar a pesar de su ley sucia.
Karadagián (que, dicho sea de paso, vivía en frente a lo de mi abuela Viza, por lo que con mi hermano montábamos guardia en la ventana para verlo salir si estábamos ahí los sábados a la mañana) murió hace ya varios años, sin una pierna. De su troupe no queda casi nadie en actividad: en los noticierons mostraron al que hacía de Mr. Moto, gordo, viejo, irreconocible. La tele intenta resucitar el fantasma de Titanes todos los años, y la gente hasta quiere entusiasmarse, pero si pusieran 5 minutos de aquellos tapes en blanco y negro se darían cuenta de que están a años luz de distancia.
Y todo esto a cuento de que el viernes pasado se murió William Boo, un grande. Le dedico desde acá un último chiflido, abucheo y silbatina general.
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